ULTRAFONDO

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miércoles, 28 de diciembre de 2011

FRAGMENTO EN BORRADOR DEL LIBRO 'EL DÍA QUE UNA CARRERA CAMBIÓ MI VIDA'

(Millariega)
Yo me estaba fijando en él: en cómo veía todo aquello, en como rumiaba para sus adentros aquellos momentos irrepetibles en la vida de un muchacho, su primera carrera oficial. Desde luego estaba ilusionado, pero tranquilo porque sabía que yo lo colocaría en el momento justo en la línea de salida. Antes de partir le dije que se olvidara de mí, que se olvidara del mundo y que intentara guardar en la retina todo el colorido que estaba a su alrededor. Momentos antes de partir para devorar esos ocho kilómetros le presenté a un corredor popular que es una leyenda del olimpismo español, el único medallista español (bronce en boxeo de menos de 48 kilos), Enrique Rodríguez Cal (Dacal II) en los Juegos Olímpicos de Munich 72, enturbiados por un acto terrorista el cinco de septiembre, terroristas palestinos asesinaron a dos atletas israelíes y tomaron a otros nueve como rehenes, reclamando la liberación de más de un centenar de presos palestinos. Tras un frustrado intento de rescate, los rehenes y terroristas, con excepción de tres, acabaron muertos. Nunca hemos hablado de ese suceso Rodríguez Cal y yo, pero sí me dijo que, tras obtener el bronce, su vestuario era un hervidero de periodistas, políticos y próceres del deporte, que se desvivían en placemes, halagos y carantoñas. Y también se comenta que la plata le fue usurpada por los árbitros a favor del coreano U Gil Kim. Pero que cuando en los Juegos de ‘Montreal 76’ perdió ante Batsukh nadie bajó a verlo al vestuario y se encontró tremendamente solo, infinitamente abandonado, porque a fin de cuentas el deporte no deja de tener un componente de azar y debe ser admitido como regla que tan pronto se gana como se puede ser vencido. Pero cuando vives la derrota nadie quiere saber nada de ti, porque ya no eres útil parar las fotos ni para la propaganda. Un individuo derrotado es una escoria que se abandona a su suerte, a la caza ya del siguiente espécimen que encumbrar, destronar y destrozar. En ‘Montreal 76’ el mongol Batsukh era, en principio, un rival asequible. Rodríguez Cal ganó los dos primeros asaltos. Pero en el tercero sufrió un corte fortuito en una ceja, al parecer debido a un cabezazo involuntario. Y lo descalificaron. ‘Cuando gané la medalla en ‘Munich 72’ no se cabía en el vestuario, pero en Montreal me encontré absolutamente solo’, lamentó en su día el buen campeón. Parece que tuvo que ser el seleccionador de fútbol español quien lo acompañó a la enfermería para que le suturasen la ceja. Por eso, antes de hacerse corredor Dacal II ya había vivido la soledad del corredor de fondo. Pablo Vidal le dio la mano y Rodríguez Cal le sonrió afablemente, con una especie de reverencia que conservan como detalle de solemnidad aquellos que fueron grandes personajes y tomaron parte en los grandes acontecimientos del deporte, con todo lo que ello conlleva de protocolo. Yo creo que Pablo, en aquellos momentos anteriores e inminentes a la salida, no se dio cuenta de la valía humana y deportiva de aquel hombre menudo, ya entrado en años y vestido en calzón corto como un chico de corta edad. Pero algún día la comprenderá tal vez…

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