ULTRAFONDO

ULTRAFONDO

miércoles, 28 de diciembre de 2011

RECUERDOS DE LA SPARTATHLON: LA PENOSA ASCENSIÓN AL MONTE PARTHENIO, DONDE EL DIOS 'PAN' SE APARECIÓ A FILÍPIDES PARA DARLE FUERZAS


Recuerdos de la Spartathlon


La penosa ascensión Monte Parthenio, ayudada por el japonés Syo Nishi
Comencé a ascender la montaña con la moral muy baja, casi por los suelos. No podía creerme que, después de los lugares accidentados por donde había corrido tuviese que enfrentarme aún a esa poderosa bestia que creía haber dejado atrás ya. Todo en mi interior era negativo. Todo me decía que no sería capaz de ascender por aquéllas rampas infernales, en medio de la oscuridad más absoluta.
Continuaba durmiéndome mientras corría. Aunque no veía nada, sabía que, jalonando la ascensión al Parthenio —según me habían comentado antes— iba a encontrarme con simas y precipicios a la derecha, por los que me podría despeñar. Debería tener mucho cuidado de no caerme por alguno de ellos. Hecho este nada improbable en aquéllos momentos, habida cuenta de que, unos instantes antes me había ido directamente contra las rocas de la pared opuesta al abismo.
Un poco más adelante divisé una figura fina y escuálida, que también corría con dificultad. Se trataba del japonés Syo Nishi. Me uní a él e intentamos hablar algo en inglés. Nos dijimos pocas cosas, pues ambos íbamos dando tumbos de un lado a otro de la carretera. Debe ser cierto que la guerra y las desgracias compartidas contribuyen a estrechar los lazos entre los hombres, porque de aquel encuentro surgió una gran amistad.
Mirábamos hacia la cumbre. En medio de aquella negrura inmensa, sólo se divisaban algunas luces a lo alto, muy a lo alto. La carretera se retorcía por la montaña. Cada recodo que coronábamos nos permitía observar algún estrato superior, un nuevo fotograma de la siguiente escena de nuestro calvario. Y cada vez podíamos comprobar, desesperados, que el punto donde pensábamos que se hallaba la cima no era tal, sino que una fugaz ilusión nuestra, pues las luces de los automóviles ahora se contemplaban mucho más lejanas y hacia la izquierda o la derecha, según los casos. Nos mirábamos entre nosotros, como queriendo que uno se hiciera cómplice del asombro del otro. Porque sobraban las palabras. Solo quedaba seguir y seguir...
Entretanto yo continuaba vomitando, ahora cada vez más a menudo. Hacía tiempo que no había comido ni bebido nada, porque nada más ingerirlo el cuerpo lo expulsaba. Traté de que algún médico se interesase por mí, para ver si con algún jarabe me lograban recomponer el estómago. Pero no conseguí que me entendieran (eso pensé entonces). Pero, echando la vista atrás, me doy cuenta de que nadie me habría dado una medicina, aunque fuese la más liviana, porque el reglamento de la Spartathlon lo prohíbe expresamente, al parecer. Sólo con un poco de atención médica hubiera logrado culminar con éxito el trabajo de todo un año…
Además seguía escarnecido por la incipiente rozadura en el glúteo derecho, desde hacía ya quizás horas. Sólo conseguí que me protegieran la región erosionada con dos tiritas. Como se despegaban era yo mismo el que las recolocaba una y otra vez. Hasta corrí varios kilómetros con la mano puesta atrás, sobre el punto maltrecho. Todo menos abandonar. Así hasta que ya no sirvieron de nada y terminé perdiéndolas no sé siquiera donde. Después vendría el talco y la vaselina, dos remedios que tampoco dieron resultado. Con lo fácil que hubiera sido aplicar un buen apósito sobre la zona escarnecida...Pues no conseguí que me practicaran una cura por mucho que lo imploré y supliqué. Así pues, lo último que recuerdo es correr soportando un dolor abrasador, sin más…
Nishi y yo realizábamos una ascensión penosa. Pienso que el japonés hubiese subido más deprisa de haberlo hecho sólo. Pero corría más preocupado por mí que por él mismo, estoy seguro. Hablábamos algo, para no dormirnos. Palabras entrecortadas, no obstante. En una ocasión se me cerraron los ojos y me fui peligrosamente hacia la derecha, hacia el abismo. Nishi me sujetó por el brazo y ya no me soltaría hasta coronar la cumbre. No nos entendíamos apenas. Casi ni nos veíamos las caras en la aciaga noche. Yo sólo sabía que era japonés y prejuzgaba alguno de sus rasgos. No creo que Nishi, en aquéllos momentos, supiese que yo era español.
La situación se volvía cada vez más preocupante para mí. Corría doscientos metros y tenía que echarme al suelo, cuan largo era, en medio de desagradables vómitos. Padecía una hipotermia grave —las manos estaban semicongeladas y qué decir de los labios, el pecho... —. En un control, hacia la mitad de la ascensión del Parthenio una juez quiso descalificarme, pero otro colega le dijo que no, que me dejara seguir...
Nishy me animaba constantemente. Cuando me detenía, pronunciaba alguna palabra en japonés, que yo traducía —no sé si acertadamente— por ‘¿cómo vas?. ¡adelante, ánimo...!’.
Ahora mirábamos hacia abajo, hacia la base de la ‘mountain’. Estábamos un poco más arriba de la mitad de la cumbre. Se veían pequeñas luces diseminadas por la falda del monstruo negro. Eran las linternas de algún otro desgraciado que empezaba la ascensión.
Por fin divisamos la cima. Nishi estaba en mejores condiciones que yo. El espectáculo en la cumbre era desalentador. Había un control, alguna mesa, varias sillas, bolsas de deporte, mochilas, niebla, frío... Y varias personas. Jueces y esforzados colaboradores —para ellos, desde luego todo mi reconocimiento y gratitud—. No recuerdo mucho más de ese episodio puntual. Sólo tengo grabados en la memoria pasajes de oscuridad y tenebrismo. Me hicieron una foto, un primer plano de la cara. (¡Lástima no haber podido recuperarla para este libro!). ‘Un retrato para el epitafio’, pensé entonces.
Pregunté si tenían mi ropa de abrigo. Rebuscaron. Me dijeron que no.(Náu, náu, zderuis not...). Como estaba medio congelado, sentí envidia sana cuando ví a Nishi ponerse la chaqueta de un chandall y continuar. Me dijo adiós. Me alegré por él y le desee suerte. Así es la carrera: hay que seguir adelante, pese a quien pese. En eso se parece un poco a nuestro devenir diario. En la vida también hay que continuar, dando de lado a los reveses y encerronas que la misma nos prepara. ‘En la lucha hay que estar dispuestos a todo, también al fracaso y a la derrota, los cuales son, no menos que la victoria, caras que, de pronto toma la vida’, recordé, una vez más, las palabras de Ortega. Y a no esperar nunca nada de los demás…
Me senté en una silla y percibí sobre mi cuerpo el áspero, pero reconfortante, abrigo de una manta de ejército. Así estuve unos minutos. Volví a vomitar. Al poco rato, un comisario me indicó que debía abandonar el control. Literalmente, ‘que debía levantarme de aquel asiento y ponerme a correr’, me advirtió en inglés. En otro caso, ‘sería descalificado allí mismo…’.
Me enderecé torpemente y les pregunté si podía llevarme la manta, al menos durante un rato. Me dijeron que no —lo comprendo, no era suya, sino del ejército— y, después de insistir, me facilitaron, con toda buena fe, una bolsa de basura negra, pues allí no tenían otra cosa. Intenté colocármela por encima, como si fuera una camiseta, pero se rompió. Así que hice un pequeño amasijo con el trozo de plástico que quedaba en la mano y lo coloqué en el pecho, a la altura del esternón, por dentro de la camiseta de tirantes.
En aquéllos momentos temía hasta por mí vida. Porque también empecé a toser y creí, sinceramente, que tendría que ingresar en un hospital, con neumonía o cualquier otra dolencia parecida. En el caso de haber tenido que internarme en un centro asistencia de Atenas, yo habría tenido que costearme todos los gastos sanitarios, pues el seguro médico de la Federación Española de Atletismo no cubría estas incidencias en el extranjero. Tampoco mi póliza de funcionario. Y nadie quiso hacerme una privada, especial para el evento. Esa es la historia del ultrafondo. Una historia, en definitiva, de ‘arréglatelas como puedas’ y de abandono por parte de los estamentos. Son pocos los que nos tienden una mano amiga. (Del libro de este mismo autor ‘Odisea en Grecia, tras la huella de Filípides’. Cajastur. 2005).

No hay comentarios:

Publicar un comentario